jueves, 11 de marzo de 2010

¡MADRE MIA! ¡COMO ME HE ENROLLADO!

Hace algunos años, en mi pueblo, se conocía la palabra "Cultura" y, aunque no eramos muy cultos, intentábamos serlo cada día un poquito más, al contrario de lo que ocurre hoy, que cuanto más zoquete e inculto eres, más méritos obtienes.
Bueno, pues como decía, nos gustaba hacer como que eramos cultos, y se organizaban Semanas Culturales en las que la cultura era lo principal; había concursos de dibujo, de literatura, de cocina, se representaban teatrillos, bailes regionales y más cosas que no recuerdo. Hubo un año en el que el pregonero fué un señor muy mayor, de Mérida, que conocía la historia de nuestro pueblo mucho mejor que los propios vecinos, y nos la contó. Otro año se leyeron algunas poesías y, aunque hoy parezca increible, había personas a las que les gustaba. Otro año (bueno, digo otro pero no sé si era el mismo) se hizo un concurso literario y yo participé, no porque me considerase buena escritora sino porque me gusta participar y, mira por donde, descubrí que los hay peores que yo, gané el concurso; y a eso viene todo este rollo......
Hace unos días encontré mi "obra mastra", la que me hizo ganar ese concurso, y me recordó a una persona a la que recuerdo todos los días, la persona en la que me inspiré. Y no es que piense que esa persona lo va a leer ahora (ni siquiera sé si lo leyó alguna vez y si lo hizo, nunca supo de quien hablaba) porque si pudiera leer esto también podría leer mis pensamientos y entonces sería innecesario escribirlo aquí; pero escribir aquí es siempre totalmente innecesario; lo hacemos porque queremos, simplemente, y simplemente porque quiero (aunque no queria enrollarme tanto) escribo esto....

(NOTA: el seudónimo no tiene desperdicio, y el número no recuerdo a que viene.)

EL ABUELO

Es feliz recordando su infancia.
Tuvo una niñez preñada de ilusiones, de esperanzas, de sueños, de fantasías.
Una caja de cartón era una hermosa carroza. Su hermano pequeño se subía en ella y él le daba paseos calle arriba, calle abajo; y alguna vez lo tiró al suelo sin querer. Su hermano lloró mucho porque se hizo un rasguño y él también lloró porque la zapatilla de su madre, a pesar de estar vieja y mil veces recosida, aún tenía fuerte la suela.
Un día, su padre le regaló dos bueyes. ¡qué hermosos eran! Sus cuerpos de corcha eran fuertes para poder faenar en el campo, que unas veces era la calle y otras el corral; pero sus astas, hechas con dos trozos de madera, tenían los pitones cortados por si un día se revelaban contra él pretendiendo una mejor calidad en la alfalfa, o tal vez, una subida de salario.
La guerra abortó todas aquellas fantasías. De pronto dejó de ser niño y se vió metido dentro de un infierno de ruidos, polvo, sangre y lamentos. No sabía porqué, pero estaba allí, matando y evitando que lo mataran otros que, como él, habían dejado sus bueyes metidos en la caja de cartón.
Cierto día una bala le alcanzó una pierna y lo llevaron al hospital; allí le sacaron la bala, pero la pierna ya no fué la misma.
Todavía le preguntan sus nietos por su cojera, y él, muy orgulloso, se los sienta en sus rodillas y les cuenta su vida, y los nietos le preguntan por los bueyes y él les promete que mañana, si encuentra un trocito de corcha, les hará unos bueyes tan hermosos como los suyos. Los nietos se van a montar en bicicleta y él se queda allí, sentado al sol y evocando su niñes una vez más.


Caperucita, 31


domingo, 31 de enero de 2010